En un pueblo burgalés
Cerca de Aranda de Duero
Yo conocí en mi niñez
La botica de mi abuelo.
Una botica rural
De fines del XIX
Espaciosa y funcional
Con bonitos anaqueles.
Los fármacos conservados
En curiosos recipientes
Se mantienen resguardados
Hasta llegar al paciente.
En un lugar solitario
Situado discretamente
El “Ojo del Boticario”
Vigila estupefacientes.
Una campana de hierro
Adornada por dos asas
En la que se iba moliendo
La mostaza y la linaza.
La buena decoración
En botamen y albarelos
Me llamaba la atención
Al tocarlos con los dedos.
Los matraces y redomas
Son limpiados con esmero
Y ordenados por tamaños
Para su próximo empleo.
Un gran busto de Escolapio
Presidía el dispensario
Como un claro presagio
Del buen trabajo diario.
La Farmacopea Hispana
Y el libro recetario
A la vista se encontraban
Para el trabajo diario.
En la rebotica aneja
Centro rural de cultura
Se sentaban a la mesa
Médico, Maestro y Cura.
Los golpes y torceduras
Con frecuencia se trataban
Con la famosa tintura
De la Árnica Montana.
El conocido Beleño
De alcaloides peligrosos
Se usaba con gran empeño
En los trastornos nerviosos.
Curiosas son las recetas
Que entonces se preparaban
De muchas plantas resecas
Que en sus tejidos guardaban.
Mi abuelo era un experto
En latines y jarabes
Preparaba en un momento
Las fórmulas magistrales.
Yo le recuerdo un verano
Un día claro y sereno
Recogiendo con sus manos
Cornezuelo de Centeno.
La botánica era su fuerte
Fiel seguidor de Linneo
Herborizaba con suerte
En los días de Tempero.
Las raíces boticarias
De mi buen Abuelo Juan
Fueron las causas primarias
De mi profesión actual.
Los llamados “específicos”
Ya comenzaron su entrada
Y aunque pocos y mal vistos
Terminaron en “riada”.
Dos anuncios se grabaron
En mi mente juvenil
Uno “El hombre del pescado”
Y el otro “El Ceregumil”.
El citar tiempos remotos
Que retiene mi memoria
Hace sentirme orgulloso
De esta parte de la Historia.
J.J Rojo Martínez
Julio 2005
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